sábado, 25 de abril de 2009








Sueñonautas. 2ª parte:

Las legiones de Morfeo



Foto © Mercedes Marín Camino.




Esta novela, concluida definitivamente en julio de 2009,  es el resultado de una lenta cocción surgida de su predecesora Sueñonauta . En esta ocasión, tres especies luchan cada una a su manera por sobrevivir en la galaxia. El hombre ha desarrollado una nueva forma de viaje galáctico, denominada sueñonáutica. Fractales y diadones, poderosas criaturas, pelean entre sí desde los orígenes del universo. La especie humana es una recién llegada a la contienda. Dos exomineros y un robot jugarán un importante papel en el gran juego junto a los personajes de la mencionada Sueñonauta. De hecho podrían formar parte de un único volumen, dada la continuidad de la narración. No descarto en un futuro próximo presentar ambas obras en un único libro.


Editores profesionales interesados, contactar con el autor.

aacmartinmora@gmail.com




LAS LEGIONES DE MORFEO


(Primeras páginas)
Veinte años antes.



La aeronave sobrevolaba la verde Bretaña. El despejado cielo permitía ver desde la ventanilla las diminutas poblaciones mientras se alejaba de la línea costera. Era una espléndida e inusual mañana de febrero. Atrás quedaba Concarneau y una vida, delante: América: el cosmódromo de Kourou.


- ¡Abrázame papá! –exclamó entre lágrimas Géraldine.

- Ya, ya bonita mía –la consoló Eugène.

- ¿Por qué ha tenido que pasarme esto? ¡No es justo!

- Muchas cosas son injustas, mi niña.

- ¡Quiero que vuelva mamá! ¡Haz que vuelva!

- Ojalá pudiera corazón. Ella se ha ido.

- ¿Adónde?

- Muy lejos, a otro lugar. Tal vez algún día nos reunamos con ella.

- ¡Vamos allí ahora!

- ¡Calma! Tienes una vida por delante y si pudiera hablarte, te diría que fueras feliz por encima de todo.

- ¡Quiero morirme!

- Ninguna niña a tu edad quiere morirse –dijo Eugène abrazándola con toda la ternura y cariño que pudo reunir en aquellos momentos.

- ¡No quiero ir con la abuela!

- Tienes que quedarte con ella.

- Pero yo me quiero ir contigo ¡Ella no me quiere!

- ¡No digas eso! Te adora, eres su única nieta y está deseando verte.

- Pues yo no la quiero. Cuando íbamos con mamá a su casa, no me hacía ni caso y protestaba por todo.

- ¡Anda duérmete! Acabamos de despegar y aún queda un rato.

- Me dormiré si me prometes que vas a llevarme contigo.

- No puedo mi vida. Tengo que trabajar y en el único trabajo que he conseguido no se admiten niñas tan guapas como tú.

- Pues búscate otro para que pueda acompañarte.

- Eso no es tan fácil. Ya no quedan trabajos en la Tierra y tus estudios son muy caros.

- ¿Te quieres ir verdad? Me voy a quedar sola con la bruja.

- No mi niña. No puedo hacer otra cosa. Nos veremos en cuanto pueda y no habrá día en que no piense en ti.

- ¡Te odio!

- No digas eso nunca más.

- Pero...

- Ni pero ni nada, ahora lo que debes hacer es descansar. Poco a poco verás las cosas de otra manera –le dijo Eugène entre caricias.



En la actualidad.



- ¡Tengo frío! –protestó Eugène.

- Imposible, eres un friolero, la temperatura es muy agradable. Quizá te hayas resfriado

–dijo Eva.

- Aquí no hay suficientes bacterias para causarte un solo estornudo. No me refería a esa clase de frío.

- ¿A cuál entonces?

- Me siento solo.

- ¡Vamos Eugène, otra vez con lo mismo!

- Últimamente no te he visto mucho. ¿Acaso lo haces adrede?

- He estado muy ocupada.

- ¿En qué?

- La casa no se mantiene sola. Si nos repartiésemos el trabajo, tal vez podríamos pasar juntos más tiempo.

- No sabría cómo.

- Entonces no protestes y sé buen chico.

- Necesito verte más a menudo, sentirte cerca, tocarte.

- ¿Desde cuándo te he importado? Yo sé lo que tú siempre has querido de mí; ambos lo sabemos.

- Eres muy injusta. Para mí siempre has sido especial. Nos conocemos desde hace tanto tiempo que sabes que no miento y desde hace dos años mi enfermedad se ha agravado.

- ¡Pobrecito! La niobita ha debido trastornarte.

- Ya sabes lo que realmente me vuelve loco.

- Por cierto, Morgan está realmente enfadado. Lleváis mucho tiempo sin encontrar un yacimiento que merezca la pena.

- ¿Por qué cambias de tema?

- No es una visita privada ¡salido!

- Pues entonces ve y dile que aquí ya no hay nada más que sacar, que ya es hora de tomarnos unas vacaciones o de volver al paro. ¡Estoy realmente harto de toda esta mierda!

- Lo comprendo, pero ahora tendrías que ponerte en contacto con el jefe. Me temo que quiere dar otro paseo.

- No hablaré con él si no me dices que aún me quieres.

- Está bien, te quiero y ahora ve con tu jefe.

- Un besito.

- ¡Pesado!, que te lo dé una de tus amantes.

- Pues envíame alguna, jodida meretriz.

- No te tolero que me hables así. Te denunciaré a la Compañía.

- Nadie moverá un dedo por ti.

- Veremos –dijo Eva mientras se alejaba.

- ¡Espera! Sabes que no soportaría que me alejaran de ti.

- Tu lengua te pierde.

- Lo sé, esta roca no es el mejor sitio para suavizar mi jodido carácter, ¡perdóname!

- Tu jefe te espera.



El aerolander se desplazaba con pereza sobre la meseta a lo largo del borde occidental de la falla. Una de sus sombras, la más puntiaguda, se perdía en las fauces del cañón, mientras que la otra, más desvaída, se difuminaba hacia el este; la enana blanca que alumbraba aquel mundo no podía competir con su hermana mayor, sin embargo su posición nos permitiría disfrutar de una luz algo mate durante más de seis horas tras el ocaso de la estrella principal. Era una experiencia andar por aquellos pedregales con sombras que parecían tirar de ti en sentidos opuestos, todo un paradigma de la contradicción entre nuestros deseos de abandonar el planeta y el sentido del deber. La estancia se hizo dura desde el primer momento. Hacía dos años que la baja gravedad nos estaba devorando los huesos, sin embargo, la exploración de aquel mundo fronterizo nos mantenía relativamente en forma, tanto como la promesa de ser relevados en un mes. Mí compañero desde la torreta del lander tenía una mejor vista que yo. El Cañón Hume, con trescientos kilómetros de largo y casi cuatro en su parte más profunda, se perdía como un garabato enérgico sobre el paisaje; era el accidente más notable de Dédalo 5. El cielo estaba despejado y apenas una brisa levantaba el polvo del pedregal. Era una tarde perfecta para recorrer el barranco. Antes de proponérselo a Eugène consulté la predicción del tiempo. No nos habría gustado vernos sorprendidos por una tormenta de arena en nuestra segunda visita. La primera fue cien kilómetros más al norte, en una zona menos angosta en la que el río de amoniaco discurría apacible. Ahora estábamos frente al tramo más profundo del cañón, en la zona donde las cuevas eran más numerosas.



- ¿Sabes qué día es hoy Eugène?

- ¡Pues claro mon ami ! C’est la Toussaint au pays de mon enfance, tu halloween, Irlandés.

Deja de soñar, no digo en la Tierra, sino aquí.

- Espera, déjame adivinar, nuestro segundo aniversario en esta jodida roca.

- Exacto ¿y...?

- Dímelo tú.

- El día en que vamos a bajar a lo más profundo de esta grieta.

- Ahí abajo no hay nada de lo que andamos buscando, ya bajamos y no encontramos nada. Quieres pasar de nuevo un mal rato; hemos cumplido con la Compañía, olvídalo.

- Es precisamente la Compañía quien me lo ha pedido de nuevo. Nuestro satélite detectó movimiento justo ahí abajo.

- ¿Movimiento? ¿De qué estás hablando? Ahí abajo lo único que se mueve es la arena y ese río.

- Si no encontramos nada, entonces abandonaremos Dédalo 5. Creo que la United Research Corporation entenderá entonces que aquí ya no le somos rentables.

- Nunca se sabe. Acuérdate de lo que pasó en Deucalión. Al penúltimo día de la misión, encontramos toda una ciudad bedouin.

- Y mira qué recompensa, en lugar mandarnos a la Tierra aquí seguimos. A quién le interesa un asentamiento bedouin, hay miles de ellos en más de cincuenta sistemas.



El vehículo dio un giro de noventa grados dirección este y encaró el abismo. Desplegó sus alas y descendió suavemente manteniendo una prudencial distancia con las desnudas paredes del barranco. Las cámaras CCD tomaban en barrido los taludes y una ingente cantidad de sensores extraían una cascada de datos para nuestra Eva, el cerebro de la estación, del aerolander y de cualquier dispositivo instalado. Ella lo era prácticamente todo: nuestro enlace con el satélite y por tanto con la central, la esperanza del éxito y del regreso, el servicio de correos, el hospital de campaña, nuestra proveedora de amantes virtuales, el ama de llaves de la estación, la que velaba nuestro sueño y en definitiva quien nos mantenía vivos.



Las primeras cuevas aparecieron y Eugène lanzó los exploradores. Dieciocho escarabajos electrónicos abandonaron el aerolander y buscaron cada uno su túnel batiendo sus élitros de titanio; en unos segundos dejamos de verlos, pero las imágenes que trasmitían eran nítidas. Tras cinco minutos, siete de ellos ya habían concluido su viaje y los hicimos regresar de vacío, el resto seguía adentrándose en aquellas intrincadas galerías. Cuatro aparecieron por el talud opuesto de la garganta, habían cruzado al otro lado por debajo del río de amoniaco que serpenteaba por el barranco. Media hora después, todos volvieron sin novedad excepto uno que dejó de transmitir.



- ¿Qué hacemos? Hemos perdido el ocho. Deberíamos mandar un par en su búsqueda, tal vez un derrumbe lo haya sepultado.

- Creo que la Compañía es capaz de asumir la pérdida. Nos vamos, ¡no aguanto un minuto más en esta sima enrarecida! No esperes encontrar ni un gramo de niobita en Dédalo 5, además, nos iban a pagar lo mismo por un gramo que por una tonelada. No incluiste en el contrato la cláusula de porcentaje ¡tête de linotte!

- Espera un momento, tal vez no salgamos ricos de ésta, pero nunca he dejado nada a medias, aún podemos seguir, las condiciones meteorológicas permanecerán estables y la entrada a esa cueva es lo suficientemente grande para el lander; avanzaremos hasta donde sea posible y lanzaremos de nuevo en el último momento los exploradores, así será más difícil perderlos.

- Eres sorprendente, Morgan, nunca llegaré a entenderte del todo.



Los escarabajos de rescate abandonaban el grupo a cada pasadizo que encontraban. Sus lecturas nada tenían de extraño, hasta que un haz de luz se interpuso verticalmente ante una de las sondas. Sin titubeos el explorador dio un giro de noventa grados para encarar la galería que se encontraba a sus pies y se dispuso a seguir la traza.



- ¿Tienes ya la composición de la fuente?

- Hay indicios de niobita, ese azul denota una posible reacción con estaño a altas temperaturas.

- Esto parece más prometedor que localizar el número ocho. Exploremos esa galería y tal vez podamos explicar la desaparición de nuestra sonda.



El pasaje resultó ser un pozo vertical amplio por el que incluso nuestro lander podía descender. La sima vomitaba un torrente de intensa luz azul. Cien, doscientos, trescientos metros y el escarabajo seguía enviándonos esa imagen sin gránulos, ni matices. Tras unos minutos, el haz azul cesó como si alguien o algo hubiera interrumpido su emisión.



- ¡Se acabó Morgan, volvamos a la superficie! La segunda estrella va a ocultarse y a Eva no le gusta que andemos por nuestra cuenta durante la noche total. Está a punto de ordenarnos la vuelta.

- Sí, pero aún no lo ha hecho. No podemos ignorar esa luz; bien pudiera ser el reflejo de un enorme yacimiento de niobita y estaño.

- Sea lo que sea, no me da buena espina. Tengo la sensación de que esto sobrepasa la capacidad de dos indefensos prospectores.



Y de repente, la oscuridad se lo trago todo. Algo inesperado apagó los faros del lander, los paneles desaparecieron de nuestra vista y la nave se desplomó como un saco de rocas en caída libre.



- ¡Joder! ¿qué está pasando? ¡Nos caemos! Encendido manual, restablezco corriente auxiliar.

- ¡Salgamos echando leches de aquí! –gritó Eugène.

- Espera, eso es algo que siempre podremos hacer. No te lo vas a creer, nos ha golpeado una onda electromagnética.

- ¿Qué has dicho?

- Que nos ha barrido una onda electromagnética de intensidad increíble. Estamos desconectados de todo. Se ha cargado algunos de los circuitos primarios del vehículo y hemos perdido la comunicación con Eva. Mira los teslas que ha alcanzado el pulso. El origen se encuentra muy cerca, quizá junto al extraviado número ocho. Ya está bien de mandar bichitos cuando podemos presentarnos en persona. Este cacharro puede llegar a la fuente y si no, completaremos la exploración con los trajes de vuelo.

- Si lo haces nos pondremos en peligro innecesariamente. Me quejaré al comité de empresa en Argentum. No te la juegues conmigo.

- ¡Calma Eugène! Nunca te he visto tan nervioso. Hemos entrado juntos en simas mucho más peligrosas que ésta ¿ya no te acuerdas de la bajada a la guarida de aquel anélido gigante en Gormaz cuando buscábamos titanio? ¿Quién sugirió tal cosa?

- Eso fue diferente. Era un terreno de gusanos, sabíamos lo que íbamos a encontrar y fuimos preparados, pero aquí, no sé, hay algo que no encaja. Esta onda electromagnética no puede tener un origen natural y, por el momento, las únicas criaturas inteligentes en este planeta capaces de algo así somos tú y yo; si me apuras creo que yo soy la única inteligente después de oírte ¡Nos largamos ya! esto no tiene nada que ver con nuestro negocio, la minería, ¿recuerdas?

- Confía en mí, al primer mosqueo nos piramos ¿vale?

- Te tomo la palabra.



La galería se abría en picado y cuanto más bajaban, las paredes se mostraban menos toscas. El aerolander aguantaba bien la presión tras algunos kilómetros de descenso en vertical y las quejas de Eugène parecían cada vez menos convincentes. Morgan no tardó en captar el final de su ansiedad y el inicio de una intensa curiosidad cuando las paredes de la sima empezaron a refulgir como luciérnagas en una noche tropical. Un kilómetro más y los destellos cesaron. De nuevo, esa luz azul lo inundó todo y sus cuerpos se mostraron inmateriales al tamiz de ese repentino fulgor.



- Intenta conectar con Eva. Necesitamos un análisis telemétrico del estado del lander.

- Eva no responde, pero recibo datos del fondo de la sima: vibraciones, un pico térmico y movimiento. La radioactividad es normal.

- ¿Movimiento? ¿Qué clase de movimiento? ¡Vamos Eugène! Dime algo más concreto.

- No puedo precisar más. Hay algo de proporciones desconocidas que se está moviendo ahí abajo, y las vibraciones y el pico térmico que hemos registrado están sin duda relacionados.

- ¿Es mi vista o el túnel se hace cada vez más amplio?

- Hace un instante tuve esa misma sensación. Las paredes vuelven a destellar, parece que la Navidad ha llegado aquí con más fuerza que en las Galerías Lafayette. Diría que estamos en el corazón de la sección de electrónica de consumo.

- Tengo la sensación de que hace algún tiempo estamos en el interior de una gigantesca construcción.

- ¿Qué es esa bola que cae delante de nosotros?

- Ha aparecido de pronto.

- Claro, le estamos dando alcance, bajamos más rápido que ella. Espera, pero si es...

- ¡Vaya, nuestro número ocho! Vamos a recogerlo. Seguro que tiene algo que contarnos.

- No creo que pueda decirnos algo más de lo que ya sabemos. Ahora nos toca a nosotros –afirmó Eugène con inesperada rotundidad.



Antes de que nos diéramos cuenta, una entrada se estaba abriendo en las profundidades dejando escapar un intenso haz azul al tiempo que las paredes de la galería se habían alejado tanto que dejamos de percibir sus parpadeantes luces. Una descomunal cavidad se mostró ante nuestros ojos. Rápidamente vimos que no se trataba de una vulgar gruta, era algo más contundente: nos habíamos topado con otro mundo en Dédalo 5, sin duda, habíamos encontrado la civilización subterránea más espléndida conocida y nosotros comenzamos a sobrevolarla sin que nadie nos lo impidiera, todo parecía indicar que nos habían abierto las puertas de par en par, aunque ningún rastro de vida se nos había manifestado, ninguna criatura deambulaba por aquellas sugerentes construcciones: avenidas, rascacielos, torres de suntuosos edificios, cascadas y jardines colgantes, una Babilonia enterrada, nuestro hallazgo. Era una ciudad interminable que nos hacía creer que el planeta estaba totalmente hueco. Durante los primeros cien kilómetros el paisaje se repetía siguiendo ciertos patrones, los edificios se parecían con ciertas variantes, comenzaban a mostrarse como imágenes especulares, pero no era una alucinación, era tan real como nuestro aerolander. La visión del horizonte estaba limitada por la curvatura del paisaje. Estábamos sobrevolando un segundo cuerpo celeste que giraba solidariamente con Dédalo 5 mediante una intrincada red de anclajes; parecían imponentes columnas de fustes kilométricos que lo fijaban firmemente a la corteza exterior. Una luz azul que provenía de todos lados investía la atmósfera del infraplaneta y parecía ionizar aquel segundo cielo que contemplábamos atónitos y extasiados. Miré a Eugène y descubrí la misma incredulidad en sus ojos. Parecía que nuestras almas habían sido convocadas por la locura, pero aquello era real, al menos para nuestras cámaras muy ocupadas en recoger todas las vistas posibles de la inframetrópolis. Decidimos sobrevolar una amplia avenida recta que desaparecía en el horizonte con la esperanza de que nos desvelaría la clave de tan disparatada civilización telúrica. No paramos hasta que una colosal construcción coronada por una de las columnas que sostenían este mundo nos cerró el paso. Posamos el lander sobre una vasta explanada frente al edificio y tras comprobar que la gravedad no nos aplastaría tomamos tierra enfundados en nuestros trajes de vuelo. Aún tuvimos que desplazarnos más de un kilómetro hasta poder remontar las primeras escalinatas. Desde tierra las dimensiones del lugar sobrepasaban ampliamente la medida humana pues en la huella de cada peldaño podíamos haber posado nuestro vehículo.



- Ya ves Morgan, los titanes existen.

- Es posible, pero no se dejan ver.

- Quizá se trate de una estirpe de dioses.

- ¿Y desde cuando los dioses necesitan escaleras, avenidas y estas arquitecturas palaciegas? Desde luego no es un mísero poblado bedouin.

- Si algo vive aquí, lo encontraremos.

- Bien Eugène. Vamos a abrir las puertas de este Varhala y veremos qué espíritus esconde.



Estábamos aproximándonos a la entrada principal cuando el suelo tembló y nos catapultó como muñecos de trapo hasta los balcones de la primera planta. Al unísono un bramido insoportable nos martilleó los oídos. Durante unos segundos, parecía que nuestro hallazgo iba a ser efímero. Enormes bloques se desprendieron de la inmensa columna y se dispersaron aleatoriamente sobre la explanada sin que dañaran nuestra nave. Algo singular rugía en su interior. Así terminó nuestro primer contacto.

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